Traducí mis textos


Parecía que siempre era de noche y siempre procurábamos creérnoslo. Nos sentábamos sobre las piedras esculpidas en polvo a mirar al centinela dormir. A veces las luces de los esquiadores, de sus linternas y de las luciérnagas que los acompañaban en el viaje, nos distraían. El centinela dormía solfeando como si algo pudiese ser más maravilloso que un do re mí entre sus labios. Nos gustaba todo aquello y puedo hoy admitir que hasta lo extraño. Más de una vez apartaba la cara y yo sentía como sus ojos no tocaban ni la boca del viejo centinela ni las extrañas luces del horizonte que los esquiadores nocturnos regalaban; sentía como sus ojos bailaban sobre la luna y segundos después se posaban en mi mejilla. Más de una vez mencionó que conocía las sesenta constelaciones más brillantes que se pueden apreciar desde este lado del Ecuador. Yo apenas parecía creerle, le ofrecía mi mejor sonrisa burlona y sus ojos volvían a desviarse a rutas inferiores. La realidad es que en nuestra supuesta noche no existían estrellas, no las podíamos ver, quizá se ocultaban detrás de las grandes cordilleras y nuestros ojos de humano no eran lo suficientemente curiosos. Jamás supe si realmente esas constelaciones existían o eran una invención que su cabeza de pulga armonizaba como si fuese lo último que quisiera hacer saber en esta tierra.
A las cinco de la tarde el centinela despertaba y se iba con su farlolito caminando por los glaciares y desde lejos aún seguíamos oliendo el aceite de su lámpara. A las cinco de la tarde nos despertábamos y abriamos los ojos y el Sol brillaba aún más allá de la Luna. No nos gustaba el aire limpio que no hibernaba en ningún lado. Esperábamos a que los ojos se volvieran a acoplar en canciones y vuelvan a transportarnos a las luces de los esquiadores. Era ahí cuando volvíamos a divisar al centinela, oliendo el aceite que dormía en sus manos.