Traducí mis textos

Deseaba verla sin ropa argumentando que seguramente el vestido de lentejuelas verdes le molestaba para bailar. Le gustaba pasearse por la Décima Avenida únicamente para verla en la vidriera del bar promocionando las nuevas marcas de licor. Se sentía a veces hasta con los celos más profundos e histéricos cuando varios hombres se posaban en sus insurrectas sillitas de bodegón porteño en la vereda, amedrentando el paso de los cansados transeúntes que veían , con el cansancio a cuestas, más y más lejos la boca de la estación. Muchos de ellos, casi siempre hombres ( y digo casi porque recuerdo que alguna vez me contó que había ciertas mujeres que de pura envidia gustaban de fumar cigarrillos de las máquinas expendedoras del local mirándola bailar y riéndose de esa pobre mujercita en sus zapatos gastados de tanto danzar) pinchaban huecos de naranjas con cantidades de billetes que ni Dios hubiese sido capaz de poseer en sus bolsillos. Muchos de ellos creían que el tímido inmigrante no era más que un noctámbulo dedicado a hacer realidad sus pobres sueños en los caleidoscopios que se formaban del brillo de esas lentejuelas. Lo miraban de reojo sin entender cómo tan fiel visitante de letrina se hacía a un lado de las sillas y se refugiaba frente a los pequeños paneles, a un costado, sin siquiera emitir silbido alguno cuando la flaca muñequita salía a la vidriera con tal peculiar sonrisa. Pero algo lo retenía de realmente creerse mal visto por todos esos sucios obreros que dejaban a sus mujeres cuidando a las criaturas famélicas y gastaban los dinerillos del pan poniéndolos dentro de las naranjas como signo de alabanza al baile de la mujer; algo más fuerte que sus opiniones le rondaba la cabeza y cada uno de sus órganos, algo más vibrante que el sonido de sus vértebras suplicando que abandone su postura de estatua, sin duda era algo que pocos hombres del mundo sabían y afirmaban con solo usar sus ojos. Él buscaba más que poseerla, hacerle el amor con las palabras. Recitarle poesía, desnudarla de sus miedos. Así la quería.
Una vez, una única vez ella lo miró. Y él se avergonzó por haber dado a esos inmensos ojos tan triste espectáculo. Entonces paró de bailar, y con ella la a de licor, los silbidos de los obreros, la risa de las mujeres, los tranvías, el paso de los peatones. Bajó de la vidriera, se sacó los zapatos ennegrecidos por la mugre y le invitó una copa. "Todavía" le dijo "hay locos que no creen en el amor".